En el interior de la tribu todo era sosiego y paz. Las mujeres se retiraban a sus aposentos no sólo con la intención de descansar sino también con la de no molestar; deseaban pasar inadvertidas, en el anonimato, sobre todo en las horas quietas de la solana, en que la calima surgía de la tierra y envolvía al poblado entero. Las mujeres procuraban por todos los medios desaparecer de la tierra para dejar a los hombres en aquellas horas del mediodía, cuando el sol los buscaba a todos por los más secretos y profundos rincones de sus chozas y penetraba, curioso e indagador, hasta los más hondos, reservados e inabordables lugares, sin que se escapara uno solo, que se abrían sobre la superficie de la tierra.
Era la hora de la quietud y el silencio. Los hombres —y sobre todo el chamán— lo demandaban incluso de los animales domésticos que solían vagar y alborotar alrededor de las casas y dentro de los cercados; en estas horas ceremoniales y casi sagradas buscaban la oscuridad de sus nidales y guaridas, se desplomaban sobre el templado suelo y dormitaban silenciosamente, sin estridencias, para que los hombres de la aldea, reunidos en la gran tienda ceremonial que se alzaba en el centro de la misma, se dedicasen, bajo la dirección del hechicero, a la formación y recreación de las cosas de su espíritu, enriqueciéndolo con el conocimiento primario para unos, y la remembranza para otros, de las historias de los hechos de sus divinidades y de las de sus héroes y poderes —buenos y malos— espirituales.
Les decía el chamán con voz aflautada, que salía directamente de su laringe sin que apenas encontrara obstáculos en su camino hacia el exterior de su cuerpo, impregnada de la solemnidad y la seriedad que imponía el momento:
—La Luna, como el Orbe de Luz Nocturna celestial, es la que se encarga de iluminar la Tierra cuando el Sol, con todos sus beneficios y carencias, huye de nuestro lado y se esconde en su madriguera.
La concurrencia escuchaba con atención las hieráticas y nobles palabras del hombre sabio que resonaban a hueco dentro de aquella enorme sala, prácticamente vacía de utensilios y objetos sagrados de culto.
El hombre continuó hablando:
—La Luna es la encargada de complementar el papel diurno del Sol.
El jefe de la tribu, que estaba presente, se alzó en medio de la congregación. Medio hechizado pronunció solemnemente, más que nada para demostrar su superioridad y ante todo para que los guerreros jóvenes y los adolescentes que apenas sabían de la vida y de la muerte aprendieran:
"Los cielos estaban llenos de deidades... Las
constelaciones de estrellas eran centros de
reunión de los dioses... La tierra estaba
repleta de toda clase de espíritus, buenos y malos... "
Se hizo un gran silencio en el que la concurrencia completa sin excepción, sobre todo los más ignorantes, meditó el mensaje que comportaban aquellas palabras.
El hechicero, cuando lo consideró oportuno, siguió con su lección:
—La Luna la nombramos como Nuestra Abuela y tiene mucha importancia dentro del desarrollo de nuestras vidas.
Uno de los no iniciados todavía expresó cándidamente:
—Es en realidad como nuestra abuela de carne. La queremos tanto o más como a nuestra madre, porque nos mima, nos lo da todo, ahuyenta nuestros malos sueños, es injusta con la recta conducta ante nuestros desaguisados, comprensiva incluso ante nuestras malas acciones...
El hechicero miró al espontáneo y sonrió. Luego dijo:
—Veréis. La Luna potencia los poderes reproductivos dé las mujeres...
El jefe interrumpió las palabras del anciano asegurando:
—... y a los hombres les proporciona gran suerte en sus cacerías.
El provecto sabio y dotado de poderes espirituales y curativos, acatando con inmensa bondad las palabras del jefe de la tribu, expresó:
—Como quizá os habéis dado cuenta, Nuestra Abuela, la Luna, desaparece durante unos cuantos días al mes y el cielo se encuentra vacío, oscuro, nadie hay en el universo que nos ilumine. Y ello ocurre porque va en busca "de su hermano, el Sol, que ha salido a cazar. Durante veinte días sigue sus pasos y luego muere. Pasan cuatro días en que no se sabe nada de ella. Después recibe nueva vida para reanudar su búsqueda".
La reunión continuó lánguidamente bajo el calor agobiante del día de verano. Cuando el Sol se ocultó tras los picudos y elevados riscos untados por una capa de nieve y las primeras sombras zascandilearon dentro de la aldea, los hombres, en silencio y en escueto orden, salieron de la tienda ceremonial y dieron por acabado el acto de instrucción espiritual. Sin embargo, el sabio y provecto hechicero quedó sumido en un profundo letargo dentro de la sala ritual, cuando se echó desmadejado sobre el mullido lecho confeccionado con pieles de oso curtidas al igual que aquella que tapaba la entrada de la gran casa comunal cubierta de cortezas de olmo, que apenas si contenía unas cuantas orzas de barro llenas de agua o de mixtura mágica y algunas mazorcas de maíz resecas. Antes de echarse a descansar, a esperar la llegada de los Rostros Falsos, el anciano avivó el fuego de la hoguera que llameaba en el centro de la sala con una tierra aromática que impregnó el recinto con un fortísimo y penetrante olor.
El hechicero, ido, demacrado, alejado de la vida por un sueño profundo en el cual habían de acudir los Rostros Falsos para aliviarle de sus dolencias, recibió la visita de aquellos héroes épicos iroqueses, creadores-destructores de todo lo que contiene la Tierra.
Mujer Cielo "tuvo dos gemelos llamados Iouskeha, el Gemelo Bueno, y Tawiscaron, el Gemelo Malo. El bueno nació de una forma natural, pero el malo salió disparado de la axila de su madre, matándola en el proceso".
Por delante de la mente del anciano hechicero, abotargada por el sueño provocado, pasó el poder creativo constructivo de Iouskeha y vio cómo aparecían, bajo el impulso de sus conjuros, en la pradera "las plantas, los animales, los pájaros y la humanidad". Igualmente contempló aterrado cómo el malvado Tawiscaron luchaba denodadamente para destruir todo lo creado por el bondadoso de su hermano. Todo aquello era una verdadera lucha fraterna, pero a la vez se dio perfecta cuenta de que entre los dos "juntos crearon un mundo dividido y sin embargo equilibrado".
Antes de que apareciesen en la gran casa ceremonial y comunal piel roja los Rostros Falsos, tuvo la gran suerte de ver la última batalla despiadada en la que el Gemelo Malo murió y cómo el Gemelo Bueno, en loor de victoria, subió al Mundo Superior como el verdadero Amo de la Vida.
Esta última visión fue casi empujada y difuminada con la llegada de los Rostros Falsos, que se apoderaron del interior de la tienda comunal donde dormía el anciano hechicero aquejado de multitud de dolencias, de las cuales era la más importante su vejez.
Los Rostros Falsos consistían en seres sobrenaturales que eran solamente "cabezas voladoras sin cuerpo y enormes ojos que buscaban atemorizar a los incautos". Éstos se manifestaban en máscaras que tallaban de árboles vivos los propios indios iroqueses escogidos y que se usaban en los ritos de sanación celebrados por la Sociedad de los Rostros Falsos.
El yacente chamán fue visitado en esta ocasión por la máscara Vieja Nariz Rota, la más importante de todas, "cuyos rasgos torcidos surgieron cuando se atrevió a contestar la supremacía del Creador". Como consecuencia de este gran reto que hiciera a la divinidad, se reveló como el Gran Médico que fue destinado a vagar por la Tierra entera, sanando a la gente. El poder de curación de todos los Rostros Falsos se había adquirido por medio de los ritos y ceremoniales que realizaba la Sociedad, en los que intervenía directamente con el fuego sagrado, la tortuga y el Árbol Cósmico. Tanta era su importancia y el vigor de su poder espiritual que, cuando no se utilizaba, había que mantenerlo siempre vivo, alimentándolo frecuentemente con tabaco.
Cuando por fin, a la madrugada, desaparecieron de la estancia sagrada, atufada por los aromas, olores espesos, las salmodias y los ritos de aquellos entes espirituales, se pudo levantar del lecho, revitalizado, el provecto chamán, todo volvió a su normalidad. Al salir al exterior a respirar el aire fresco de las primeras horas del día, cuando el Sol apenas asomaba tras la tapia tenue y sonrosada del horizonte, el hombre se dio cuenta que de nuevo la vida le sonreía y que todo en ella seguía palpitando.
No tuvieron que transcurrir muchas jornadas de vida cuando desde la colina que se alzaba al norte del poblado bajó corriendo un mozalbete, agitado y gritando:
—Los he visto, los he visto con mis propios ojos.
Toda la aldea acudió a recibir al muchacho que jadeaba sin apenas poder respirar. El jefe le preguntó un poco molesto:
—¿Qué te pasa? ¿Qué te ocurre? ¿A quién has visto que tanto te ha horrorizado?
El aludido, con ojos como platos, señaló detrás de él, sobre la colina, y aterrorizado explicó con palabras que temblaban en su boca:
—A ellos. Son enormes y son de piedra.
—¿A quiénes? ¿De qué hablas? —preguntó colérico el jefe, sacudiendo por el hombro al muchacho para sacarlo del trance por el que sin duda pasaba en aquellos momentos.
El chamán recriminó con una dura mirada la ruda acción del jefe y le habló con comprensión y amabilidad al muchacho:
—Cálmate, chico, sosiégate, y luego explícanos la causa de tu terror y tus miedos; la visión que te está haciendo enloquecer.
El muchacho, ante estas palabras cándidas y tranquilizadoras, tragó saliva, respiró hondo y dijo ante toda la aldea:
—He visto a los gigantes. Y vienen hacia acá. Vienen a por nosotros, a comernos vivos.
—¿Y cómo lo sabes tú?
El muchacho contestó atropelladamente:
—Porque los he visto coger a los hombres y destrozarlos entre sus dientes.
El chamán, tranquilo y paciente, preguntóle:
—¿Y cómo son?
El joven piel roja contestó lleno de modestia:
—Son parecidos a nosotros, pero altos como las acacias de junto al río. Y van cubiertos con un manto de pedernal.
Ante el terror de todo el pueblo, el jefe quiso contemplarlos con sus propios ojos. Acompañado de tres fornidos guerreros que portaban listas sus armas, se encaminó hacia las tierras del Norte, donde, escondidos, pudieron ver a los gigantes monstruosos. Se pudieron dar perfecta cuenta de que eran "unos caníbales codiciosos que devoraban todo los que encontraban en su viaje".
Retornó la pequeña expedición a la aldea y el jefe convocó en su morada al anciano hechicero, manteniendo con él una larga y secreta entrevista en la cual ambas dos autoridades compusieron un plan.
Mientras el jefe de la aldea envió a lugares estratégicos a varios vigías para comunicar la llegada de estos ogros gigantescos, el chamán se encerraba en lo más profundo de su tienda y, rodeándose de los más variados y valiosos objetos sagrados que custodiaba su tribu, se puso a salmodiar y solicitar la ayuda de los dioses del Mundo Superior para que acudieran en su auxilio.
Llegó el día en que la cercanía de los gigantes monstruosos hizo temblar con sus pesados pasos las cabañas de la aldea y sus asentamientos, cuando los indios más timoratos se refugiaron en lo más profundo de los escondites que excavaron en la tierra, cuando asomaron los gigantes sus peladas cabezas, sus ojos de fuego y sus bocas sangrantes tras la colina que les resguardaba, cuando ocurrió el milagro.
Seguramente atraídos los poderes de los dioses del Mundo Superior por los lamentos y las suplicas que salían atronadoras de la boca, del pecho, del corazón, de las mismas entrañas del hechicero que permanecía en éxtasis, se abrió por el Occidente el cielo. En él apareció lleno de furor y de ira el Viento del Oeste, que sopló con tanta fuerza y vigor contra los gigantes y ogros que, envolviéndolos en sus volutas invisibles de energía, los levantó del suelo y los transportó, rechinando sus dientes con los alaridos que daban de cólera, por los aires como si se tratara de suaves plumas de oca, arrojándolos con toda su fuerza en las bullentes y embravecidas aguas de los inmensos Grandes Lagos que, bajo su orden e impulso, se alzaron sobre sus cuerpos, ahogándolos en el acto.
Cuando todo se calmó en la aldea y los indios salieron de sus escondrijos pudieron ver cómo el cuerpo del chamán yacía bajó un enorme tilo descansando hasta la eternidad.
—Su vida es el pago de la ayuda recibida por los dioses —dijeron.
La mayoría de ellos sollozaron en su memoria.
Pero no todo estaba tranquilo, porque pronto sintieron sobre sus cabezas la presencia de un gigante caníbal que llegaba desde el "Norte matando y comiéndose a todos los que se mostraban amables con él". Eso hizo con aquella aldea. Pero entre toda la matanza que llevó a cabo hubo un niño que pudo escaparse de ella y huyó muy lejos del lugar, escondiéndose sigilosamente, sin delatar su presencia ante el gigante, que se hizo dueño de la aldea y sus aledaños, esclavizándola y haciéndose amo y señor del lugar donde tenía asegurada su comida.
El niño esperó pacientemente a alcanzar la edad adulta y retornó al lugar de donde tuvo que salir huyendo años airas. Contemplando al gigantesco ogro, se hizo con valor la siguiente promesa:
—Me he de vengar de él. Por mí y por cuenta de mis mayores.
Se ignora lo que realizó el muchacho durante su ausencia de la aldea y con quién vivió, pero el caso es que se retiró a un lugar apartado y en él "invocó a los espíritus para pedirles poder".
Los espíritus le respondieron:
—Te hemos escuchado —y seguidamente añadieron—: Para que lleves a cabo tu venganza y aniquiles al protervo gigante comedor de hombres te enviamos a cien hombres espirituales alados a fin de que te ayuden.
Se reunió el joven con los cien espíritus alados y entre todos confeccionaron una atrevida estratagema para "atraer al caníbal gigante con un banquete de su carne favorita de oso blanco".
Se pusieron entre todos a elaborar el manjar insidioso con el cual iba a perecer el perverso individuo. Para ello tuvieron que cazar un oso blanco con una lanza especial.
Uno de los espíritus dijo:
—La lanza tiene que permanecer aislada y resguardada de cualquier otro uso para matar a otro animal contaminado, porque el alma del oso permanece en su punta durante cuatro o cinco días.
Y otro de ellos expresó:
—Y su carne no debe ser utilizada para el banquete hasta que se cumplan los ritos de purificación.
En efecto, dentro de la casa donde se guardó el oso muerto quedó prohibido todo trabajo. En la parte de afuera se colgó la piel rodeada por herramientas masculinas, porque se trataba de un oso y no una osa. Luego delante de ella se colocaron infinidad de ofrendas y regalos para el alma del animal.
Una vez purificada la carne y sometida a todos los rituales y procedimientos sacros que requería, se montó la mesa con la carne del oso preparada para que acudiera a la trampa el malévolo y cruel enemigo.
El monstruo sucumbió ante tan tentadora ofrenda. Se acercó a ella con glotonería y arrasó con todo el manjar que tan tentadoramente se le exponía. Luego, ahíto, se retiró a la sombra de un alcornocal y, quizá por causa del hechizo mágico y arcano que le imbuyeron los espíritus alados a la carne de oso blanco, cayó en un profundo sopor, en un intenso letargo, desplomándose sobre la hojarasca del bosque.
La legión de los cien espíritus alados apareció en los cielos y volaron hacia el desvanecido ogro, cubriendo su enorme cuerpo yacente como si se tratara de una nube borrascosa. Uno de ellos gritó en arenga:
—¡ Acabemos con él! ¡Terminemos de una vez nuestra misión!
Y otro ordenó:
—¡Adelante!
El niño que retornara a la aldea como adolescente vengador les alentó:
—¡Cumplid vuestra misión!
E hizo sonar las palmas en sonoro chasquido.
Los cien espíritus alados bajados del Mundo Superior, tras tomar cada uno de ellos sendas porras y ramas que arrancaron de los alcornoques, se abalanzaron sobre el gigante caníbal desprotegido y le aporrearon hasta matarle.
Los espíritus alados, acabada su misión, sin despedirse de su auspiciado piel roja, desaparecieron volando hacia el cielo.
El muchacho, no estando aún satisfecho con ver delante de sí al enorme ogro tendido en el suelo y muerto, escaló con toda la rapidez que pudo a la cumbre de la colina cercana a la aldea y desde su cima se dirigió a los animales del bosque y que anidaban en la pradera:
—¡Venid, amigos míos, acudid a mí para auxiliarme! Ya que yo también os he liberado de la gula de ese gigante caníbal, ayudadme igualmente también vosotros para que su huella sea borrada de la faz de la Tierra.
Los animales surgieron de todos los rincones del bosque y de la llanura. Hasta las ranas y los sapos que moraban en la ribera del río se presentaron. Y preguntaron:
—¿Qué quieres de nosotros?
El mozalbete vengativo les contestó simplemente señalando el cuerpo desvanecido del monstruo comedor de hombres:
—Vosotros sabréis lo que hay que hacer.
Y claro que lo sabían.
"Una hueste de animales pequeños lo devoró en seguida." Sólo quedaron sobre la hojarasca seca del bosque sus blanquecinos huesos.
El joven piel roja los apiló y sobre ellos acumuló hojas y ramas secas. Luego les prendió fuego y acarreó sobre la hoguera leña de mayor consistencia. De este modo los huesos del gigantesco monstruo caníbal fueron consumidos por las llamas.
Sólo quedó, bajo las copas frondosas del alcornocal, un montón de cenizas, que el muchacho piel roja aventó a los cuatro vientos; cenizas que al ser transportadas por las corrientes de aire “se convirtieron en las aves del aire”
(Leyenda iroquesa, chipewa/ogibwa)