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CUENTOS MITOLóGICOS
CUENTO UN TONTO SALVA A SU ALDEA DEL HAMBRE Y DE (por Folklore Norteamericano)
Un tonto salva a su aldea del hambre y de la misma muerte
La aldea se reunía en la más importante ceremonia que existía para los pieles rojas que se denominaba potlatch, el repartimiento de las riquezas.
El jefe de la tribu, en medio de la grande y oscura tienda, iluminada brevemente por las ascuas de la gran hoguera ceremonial que crepitaba en el centro de la misma, presentaba su rostro grave y apenado, serio y provisto de un rictus inexpresivo, a causa de las noticias que debía dar a sus súbditos. Con un gesto les hizo sentarse encima del alfombrado suelo y, mirándoles seguidamente uno por uno a cada uno de los presentes, dio un paso al frente comunicándoles casi entre sollozos:
—Este año la ceremonia de la repartición de las riquezas de la tribu va a ser desoladora y triste, porque tengo los talegos y las alacenas vacías de todo. Solamente en ellas ha anidado el animal araña que ha tejido en el hueco vacío sus sutiles telas.
El jefe calló un momento. Parecía que sorbía sus propias lágrimas. Este silencio lo aprovechó uno de los cabezas de familia para quejarse con agravio:
—No tenemos nada para comer. Nuestros hijos y nuestras esposas pasan frío y hambre...
El jefe replicó con consternación:
—No hay nada. De nada poco se puede repartir.
Un piel roja, ya en el umbral de la ancianidad, expresó con abatimiento:
—Pero nosotros tenemos que alimentarnos, poco pero hemos de hacerlo.
La protesta de otro:
—La muerte se cebará con la aldea.
—Nos extinguiremos.
Un murmullo de rebeldía, de acusación al tiempo, de reproche, se extendió sobre las cabezas de los presentes. Incluso, si no se hubiese detenido a tiempo, quizá los mismos hermanos pieles rojas se hubiesen enzarzado en una acre lucha personal de subsistencia.
El jefe, observándolos con suma pesadumbre, les conminó para que callaran y le escucharan con respeto:
—Vosotros quizá me echáis la culpa a mí, a mi dignidad de jefe, que no he sabido desempeñar con autoridad...
—Te has comportado con debilidad.
—No hemos luchado contra las tribus enemigas...
—...ni conquistado ningún botín.
—No hemos salido de caza...
—... ni has organizado cacerías de búfalos, ni...
El jefe se impuso:
—¡Callad! —gritó—. ¡Escuchadme!
Cuando el silencio imperó en el interior de la gran tienda de las ceremonias, el cacique habló con palabras llenas de orgullo y sensatez:
—¿Es que no os veis a vosotros mismos?
La concurrencia quedó sorprendida e incómoda.
El jefe siguió su discurso:
—Sois todos viejos. No servís para la acción.
Hubo murmullos de protesta.
—Desde que perdimos nuestros guerreros en la guerra contra los hombres de las montañas somos como un jaguar sin sus incisivos...
Todos bajaron la cabeza y mascullaban oraciones o quizá maldiciones, o tal vez blasfemaban contra sus dioses lares...
—... porque se han olvidado de nosotros.
—...ya no nos dan su protección...
El jefe hizo la vista gorda sobre estas pusilanimidades y, enfurecido, les espetó:
—¡ Y no os acordáis ya que fuisteis vosotros, sí vosotros, los primeros que entregaron a los feroces hombres de la sierra todo lo que teníamos en nuestras casas en vez de hacerles frentes y morir con dignidad?
Los hombres se escondieron entre las sombras espectrales a causa del fuego titilante de la gran hoguera. Se sentían avergonzados, se sentían vejados por el cacique; pero tuvieron en su mente y en su lengua su excusación.
—Somos viejos —dijeron— y nos podían matar como quisieran.
—Apenas si hubiéramos ofrecido una mínima oposición.
—Cuando fuimos jóvenes bien que nos partimos el pecho y la cara por defender a nuestros ancianos y nuestras mujeres —dijo un piel roja que ostentaba en medio de su rostro, desde el lóbulo de la oreja izquierda hasta la comisura de los labios, un horrenda y repugnante cicatriz.
Se entregaron de nuevo a una serie de protestas y quejas que defendían con gran ardor y que reforzaban con las llameantes miradas que salían de sus pupilas.
El jefe de la aldea los calmó diciéndoles:
—Bien, bien, guardad el orden y la compostura. Sosegaos.
Cuando reinó la calma entre la concurrencia, les dijo serenamente:
—Tenéis razón en todo lo que decís. Es cierto todo y todo se ajusta a la realidad de los hechos. Pero de todo esto nadie tiene la culpa. Ni siquiera yo.
—No, si nosotros no...
—Estamos viviendo en la miseria...
—¿Y los guerreros?
—No tenemos. Lo sabéis mejor que yo.
—Los mozalbetes, los niños, al menos que vayan a robar.
—Hay que hacerlos guerreros.
El jefe replicó:
—Es inútil hacer correr al caracol, es inútil que la cabra aprenda a nadar. Ni el uno ni el otro cazará ni pescará nunca nada. Lo único que conseguirán será perder la vida en el intento de solidaridad.
—¿Entonces...?
El cacique habló:
—Los niños tienen que ser niños y actuar como niños. Vosotros, con vuestra experiencia pasada, tenéis que prepararlos para la guerra. Pero al menos esperad a que sus brazos tengan la fuerza suficiente para tensar el arco o empuñar la espada. Si no —añadió sonriente— lo único que vais a conseguir es que pierdan la vida en el intento de solidaridad.
Repitió a propósito las palabras que ya dijera antes a cuento del caracol y la cabra.
Los cabeza de familia representados bajo la gran tienda ceremonial se pusieron nerviosos, se agitaron, se acongojaron y de nuevo sus palabras insultantes, sus maldiciones y sus blasfemias lo inundaron todo.
Al fin, uno de ellos, dirigiéndose al jefe, le preguntó:
—¿Qué vamos a hacer? De este modo no podemos continuar. Nos moriremos.
Y otro añadió:
—Y si nos hemos de morir de miseria, muramos como el piel roja, noblemente.
—¿Qué quieres decir?
El hechicero habló trémulamente:
—Vayamos toda la tribu en masa, en procesión ritual, hasta el risco de la muerte, en lo más alto del acantilado. Allí, envueltos por el consuelo de Alguien Poderoso, tomemos la pócima que yo os daré y que las bravas aguas del océano sean nuestra mortaja.
Los gritos, los llantos, la histeria y el dolor se apoderó de las almas de aquellos pieles rojas. La algarabía preponderó sobre las frases inconexas, las súplicas, los plañidos que se enredaban en el espacio cerrado.
El jefe de la aldea gritó con desesperación, lleno de furor:
—¡Basta ya! Parecéis un hatajo de mujeres plañideras e histéricas.
Todos, con la cara llena de sorpresa, le miraron y siguieron en su murria.
—¡Callaos! ¡Silencio!
Le obedecieron.
El jefe les reprochó:
—¿Por qué, en vez de gemir como doncellas inexpertas no habláis como hombres y buscamos entre todos una solución a nuestra situación?
Todos quedaron atónitos. ¿No era él, el jefe, quién tenía que pensar por todos, el que debía de proveerlos de todo...?
El jefe cortó sus comentarios:
—¡Y así es!
La concurrencia quedó llena de admiración.
Uno preguntó:
—¿Qué tenemos que hacer?
El jefe preguntó con insistencia:
—¿Dónde está Alce Coz?.
Los cabeza de familia allí reunidos al escuchar el nombre soltaron la carcajada. Rieron protervamente, con descaro e ironía.
—¿Dónde se halla?
Los hombres se encogieron de hombros, desentendiéndose del problema. Uno contestó despectivamente haciendo un gesto indefinido con la mano:
—Por ahí, quién sabe.
El jefe se encolerizó y dijo con ira:
—¡Id a buscarlo! Que venga aquí.
Mientras unos hombres salieron corriendo de la tienda en busca del requerido, otros se burlaban diciendo:
—¿Para qué es bueno Alce Coz?
Otro contestó:
—Para nada.
—Para trepar al alcornoque y agarrar la luna que aparta el sol.
La carcajada de todos les evadió de las angustias que tenían momentos antes. Se reían porque Alce Coz era un hombre deforme, que tenía aplastada la sien y arrastraba la pierna izquierda a causa de una terrible coceadura que le diera, en una partida de caza, uno de los más grandes búfalos que pastara en las grandes praderas del noroeste. Desde ese momento quedó el individuo profundamente dañado en su cuerpo y retrasado en su mente, de tal forma que deambulaba sin rumbo por entre las cabañas de la aldea solicitando un mendrugo o una sonrisa de la gente que lo ahuyentaba de sus cercanías, arrojándole piedras y quizá también algún corrusco rechazado hasta por los pecaríes que hozaban junto al río.
El jefe dijo:
—Muy tonto será Alce Coz y muy denigrado lo habréis tenido, pero ahora están en él puestas todas nuestras esperanzas de salvación.
Todos guardaron un respeto responsable.
El hechicero expresó:
—¿Qué piensas hacer con él? ¿Nos lo vas a sacrificar para que todos comamos?
La concurrencia río tímidamente.
El jefe dijo enfurecido:
—¡No tienes entrañas, chamán!
—Hasta ahora se lo hemos dado todo nosotros. Ahora le toca a él —dijo en son de justificación. Y añadió—: ¿Es que para algo ha de servir, no?
El jefe dijo:
—Y servirá.
—¿Cómo?
El cacique le dijo:
—Que se acerque a la costa, que deambule a lo largo de ella, que pase allí las semanas, los meses, que no regrese hasta...
El hechicero cayó en la cuenta. Era tan viejo que su memoria le traicionaba. Y dijo:
—¿Gonaquadet! Ahora caigo. Claro.
—Sí, sí —repuso resignadamente el jefe. Y añadió—: Que vaya hasta allí y que encuentre al monstruo marino.
—Él suele hacerse amigo de los inadaptados, de los tontos... —expresó el chamán.
Pero los demás quisieron saber.
—Pero ¿qué es eso del Gonaquadet?
El hechicero lo describió con palabras esotéricas y llenas de misterio:
—El Gonaquadet es para algunos una casa de cobre, para otros una gran casa pintada que surge del océano, un gran oso, un gigante marino que lleva ballenas en su cola y entre sus enormes orejas o un monstruo de varias millas de largo con muchos niños que corren por su lomo.
Los pieles rojas presentes quedaron aterrados con la descripción. Uno de ellos, el de más arrojo, se atrevió a preguntar:
—¿Y crees, señor, que Alce Coz es el más adecuado para enfrentarse al monstruo gigantesco y horrible?
Esta vez fue el jefe de la aldea quien contestó:
—Es que no tiene que enfrentarse a nadie.
—Es el monstruo...
—... Gonaquadet...
—...el que lo ha de elegir a él.
—¿Y qué tiene que hacer, cómo ha de comportarse?
El chamán dijo:
—De ningún modo especial. El monstruo...
—¿Y por qué le llamas monstruo si nos va a hacer el bien?
El aludido contestó:
—Porque no es normal. Tiene "uñas, garras, dientes, pelo, piraguas y otras pertenencias hechas de cobre".
El jefe dijo:
—El cobre, el símbolo de la riqueza.
—Que es lo que pretendemos que él nos dé...
—... por medio de Alce Coz.
—¿Y cómo nos lo dará...
—... o se lo dará al tonto?
El chamán expresó:
—Cuando sean amigos Gonaquadet le dará su piel y lo convertirá en un gran héroe, con el eminente que nos salvará...
En ese momento Alce Coz penetró en la tienda sujeto por la fuerza de tres hombres y protestando por el apresamiento.
El jefe ordenó:
—Dejadlo libre.
Le obedecieron.
Alce Coz miraba asombrado, asustado, a su alrededor y a la congregación de pieles rojas que clavaban sus pupilas en él, seguramente preguntándose cómo iba a convertirse aquel mastuerzo en un héroe capaz de realizar la más grande y mayor de las epopeyas para salvarles de la inanición y la miseria.
El jefe y el chamán se acercaron a él sonriendo. Sin más preámbulos le ordenaron:
—Tiene que emprender un viaje.
—¿Adonde? —preguntó.
—A la costa del océano.
—¿A por peces? —preguntó tontamente.
El hechicero le contestó:
—No. Allí todas las noches se baña la Luna.
Los ojos de Alce Coz se iluminaron:
—¿La podré agarrar?
—Si eres bueno.
El jefe le dijo nervioso:
—Has de visitar a un enorme pez que allí vive.
Todos quedaron pasmados ante la respuesta del tonto:
—¿ Gonaquadet?
El chamán tragó saliva y dijo:
—Sí, ese pez...
—... que te ha de dar algo.
Alce Coz miró a todos con recelo, temiendo de ellos el asedio a que estaba acostumbrado y, dirigiéndose al jefe, le preguntó tímidamente:
—¿Ya me puedo ir?
El jefe asintió con la cabeza.
El tonto salió como un endemoniado por la puerta de la gran tienda ceremonial y miró hacia atrás, desde afuera, con ojos enloquecidos, llenos de incredulidad. La concurrencia pudo oír a lo lejos cómo Alce Coz decía al viento lleno de jovialidad y groseramente:
—¡Ahora sí, ahora sí, ahora te agarraré, Luna, antes de que te cocee el sol!
Y desapareció entre las sombras de la noche, bajo las ramas funestas e inquietantes de los gigantescos nogales, alcornoques y castaños que se extendían largamente ocultando el horizonte.
Los cabeza de familia allí reunidos aún estaban aturdidos por la contestación que diera el lelo. Se preguntaban cómo siendo tan atrasado conocía el nombre del monstruo que de seguro le iba a destrozar allá en las lejanas costas de noroeste de su país.
El hechicero quiso aprovechar la ocasión para calmar la fantasía de los pieles rojas y sus temores diciendo:
—Es una premonición. Sin duda los dioses que habitan el Mundo Superior han querido hacer una demostración de su poder poniendo en la mente de Alce Coz y en su lengua el nombre de nuestro salvador.
Más o menos convencidos, los hombres salieron al exterior. Se encaminaron hacia sus chozas buscando en ellas la serenidad y la tranquilidad de sus espíritus, si bien tuvieron que languidecer en su precaria existencia, confiando su futuro únicamente al éxito que tuviera el más tonto de la comunidad para traerles la fortuna y la prosperidad.
Así transcurrieron algunas semanas, al cabo de las cuales vieron llegar a la aldea a un hombre enmascarado con una vistosa piel de leopardo o jaguar, o algo que se le asemejaba mucho. Cuando, azuzados por la curiosidad, salieron a recibirle se toparon con Alce Coz que, pese a la horrible cicatriz que ostentara en su rostro y la cojera que le hacía bambolearse sobre la hierba que tapizaba la tierra de la tribu, miraba con desafío y entereza a sus paisanos, que le reconocieron diciéndole:
—Es Alce Coz.
—Ahí tiene su cicatriz partiéndole la cara...
—...y arrastra su pierna como una lombriz.
Alce Coz se incorporó ante los que le rodeaban y sereno y sosegado expresó:
—Sí. Soy Alce Coz y si cojeo y mantengo la cicatriz es para que me reconocieseis.
Ante el asombro de todos la cicatriz desapareció de su rostro y su pierna sanó de repente.
El hechicero le preguntó:
—¿Qué hiciste en la costa noroeste?
Alce Coz narró:
—Pasé semanas tratando de alcanzar la Luna —y antes de que alguien se burlase de él añadió—: y no lo conseguí. Un día se me apareció el Gonaquadet...
—¿Tuviste miedo?
—No —-dijo el muchacho—. En seguida se hizo amigo mío y me dijo que yo era un héroe. Esto me puso muy contento. Pero no supe qué hacer. Me preguntó por mi aldea y le dije que estaba muy lejos y que padecía mucha hambruna. Gonaquadet ni me contestó. Bajo la luz de la Luna se quitó su piel y me cubrió con ella y me recomendó: ahora realiza proezas sobrenaturales porque eres un héroe. Yo le pregunté que qué eran esas cosas y él me dijo: Salva a "la aldea de la muerte por hambre"... Y también me dijo: proporciónales a sus "habitantes alimentos que son inagotables". —Y añadió—: ¡Aquí os los traigo!
Alce Coz cumplió el encargo de riqueza que les enviaba Gonaquadet.
Alce Coz siguió llamándose, para inquina de los supersticiosos, Alce Coz, pero recibió como premio a su fidelidad y benignidad la inmortalidad. (Leyenda tlingit)


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