El Devorado devorador de hombres, Pico curvo del cielo, Pájaro caníbal que aplasta los cráneos humanos.
Serás conocido en todo el mundo,
hasta los límites del mundo, el grande,
que volviste sin peligro de los espíritus.
(Canción Hamatsa-Kwakiult)
La aldea se estiraba largamente sobre la margen mohosa, eternamente humedecida por la hierba abundante y mojada tanto por el agua subterránea como la de las frecuentes lluvias, del caudaloso río que fertilizaba sus contornos. La abundancia de alimentación y de recursos humanos enaltecía la cultura de los pobladores kwakiults que habitaban en aquellos parajes. Su riqueza alimentaría, tanto terrestre como marítima, ya que las aguas del océano rompían muy cerca de ellos; los bosques enormes de cedros que, además de defenderlos de los vientos que llegaban del interior, les proporcionaban lluvias copiosas, madera para toda su intendencia, desde lo más remoto hasta el último ataúd, y un clima templado, hacían de su asentamiento tribal un confortable lugar donde podían vivir con mucha comodidad. Tanto era así que sus casas estaban provistas todas de unos entarimados confortables que les aislaba de los húmedos suelos que proporcionaba una exceso de agua.
Hombre Rojo era uno de estos indios más avanzados y cultos que sobresalen en todas las civilizaciones en proceso de regeneración y progreso. Ostentaba grandes responsabilidades, tanto de carácter espiritual como civil, dentro de su tribu, toda vez que había sido electo, tras una serie de iniciaciones y purificaciones que le fueron impuestas en su día por el chamán de la aldea y que le arroparon de un gran prestigio ante el pueblo puro y corriente.
Hombre Rojo era en la actualidad, por mor de los ritos a los que se tuvo que someter, un Hamatsa, un ser humano que fue transformado en el vientre del gran monstruo sobrenatural que en toda la costa noroeste era conocido con el nombre de Bakbakwalanooksiewey. Pero antes que llegara a esta purificación ceremonial que le impusieran los dirigentes espirituales de la aldea, el indio kwakiult tuvo el privilegio de escuchar del jefe de la tribu el siguiente honor:
—Has sido elegido, Hombre Rojo, el hombre que ha de pescar este año el primer salmón del año.
El indio se vio sobrecogido por el honor y agradeciólo diciendo:
—Oh, gran kwakiult, te agradezco la distinción que has hecho conmigo.
—Espero que cumplirás bien con el rito para el que has sido propuesto —inquirió severamente el mandatario religioso.
—Te lo aseguro —repuso el indio.
El jefe continuó:
—Porque estás preparado para ello. Tu honor será nuestro honor.
Hombre Rojo dijo la alabanza:
—No merezco tal, pero cumpliré el encargo de ser el pescador del primer nadador de la primavera, y tendré el inmenso placer de ofrecerlo a vuestra benignidad para que tu hermosa, bondadosa y digna esposa cumpla con el ceremonial y asegure con él la continuidad de la vida para el pueblo y para el pez.
El jefe, con aquiescencia y solemnidad, hizo un gesto decisorio para que el elegido cumpliera con su misión.
—Los me'mESyo'xwEn esperan, en el fondo plácido del río, llevados por las corrientes fluviales, tu visita —añadió.
Hombre Rojo contestó:
—Los nadadores recibirán mi visita de inmediato; porque jamás Hombre Rojo aplaza los compromisos que le enaltecen y exaltan a su pueblo kwakiult.
Sin decir nada más el hombre se arrojó a las embravecidas aguas del río. Nadó desde su aldea bajo las aguas a sus arroyos natales donde los salmones le esperaban para convertirse en el primero y con ello asegurar la continuidad de su especie.
Cuando al cabo del tiempo que tarda el sol en esconderse dos veces tras las montañas cercanas y asomar nuevamente por el cerro más alto, empujando con su canto y el de los pájaros a la blanca y maligna luna, Hombre Rojo apareció entre las grisáceas y frías aguas aún, asomando por ellas su cabeza diciendo, a la concurrencia del pueblo que no había abandonado su puesto, en su ausencia:
—La misión está cumplida y tras ello vuelvo a ti, mi aldea, mi jefe, con el corazón henchido de placer por haberos complacido y no defraudado en la confianza que todos pusisteis en mí.
Seguidamente, mostró triunfalmente un enorme salmón que mantenía en lo alto, sobre su empenachada cabeza, penosamente con ambas manos; salmón de escamas doradas que relucían como oro fundido con los primeros rayos del sol primaveral.
El jefe, acercándosele, expresó:
—Toda nuestra gratitud es tuya.
El chamán añadió agriamente:
—No te envanezcas por ello.
El indio bajó su cabeza, entregó el pez al jefe y se diluyó entre la multitud, la gente que acudía a presenciar el rito, se anonimizó entre ellos.
El hechicero expresó en voz alta ante la concurrencia:
—El salmón es el regalo que nos ofrece la vida. De acuerdo con ello debemos honrarle con cantos, oraciones y ceremonias.
Sin decir más el anciano se puso a recitar la plegaria que los indios kwakiult ancestralmente compusieron para reverenciarle:
—¡Oh nadadores! Éste es el sueño dado por vosotros, el hacer lo mismo que mis difuntos abuelos cuando os cogieron por primera vez durante vuestros juegos. No os golpeo dos veces porque no quiero matar a vuestras almas, para que podáis volver a vuestro hogar en el lugar de donde vinisteis, el Sobrenatural, oh, vosotros, dadores de peso pesado (de riqueza, de poder sobrenatural)... Ahora marchaos.
El jefe dejó al suculento salmón sobre una gran losa de piedra que descansaba sobre la hierba verde y mojada. Alzó su envergadura pesada desafiante sobre su pueblo que miraba con arrobo y expectación, y ordenó:
—¡Apartaos! ¡Dejad pasar!
El grupo de aldeanos se abrió en dos filas. Entre ellos apareció una mujer de mediana edad, gruesa, luciendo sobre la cintas de su pelo y las que uncían sus mocasines una serie de abalorios de diversos colores que con su caminar bamboleante e inseguro tropezaban entre ellos acompañando a la mujer con un sugerente tintineo. Cuando la señora llegó ante el jefe, se detuvo sin decir una palabra.
El hombre ordenó:
—Esposa. Como integrante de este ritual de justicia obra tu parte y haz que lo que los dioses del Mundo Superior tienen previsto se cumpla.
La mujer dio la espalda a todos los presentes y se detuvo ante la losa en la que descansaba muerto el salmón. Sacó de entre los pliegues de su vestido, hecho de piel de gamuza y ante, un gran cuchillo de mango de pezuña de corzo, lo tomó en su mano y, arrodillándose frente al pez, comenzó a cortarlo a trozos, mientras sus labios musitaban una extraña salmodia ininteligible y con toda seguridad de agradecimiento. Se volvió a los presentes y les llamó:
—¡Venid a mí! ¡Acercaos!
Los pobladores de la aldea obedecieron.
La esposa del jefe les ofreció:
—Tomad y alimentaos. Que nadie quede sin comer del primer salmón con que se nutre nuestra aldea.
Fue distribuyendo pacientemente a todos los presentes los trozos del animal que había preparado.
Por unos momentos la explanada donde tenía lugar el rito se convirtió en una comida campestre en la cual participaban sin ninguna clase de exclusión todos los miembros de la tribu.
El chamán advirtió sin embargo:
—Que no se pierda ninguno de los huesos del animal. Recogedlos y amontonadlos todos junto al ara sagrada. El ritual ha de continuar.
En efecto, todos los aldeanos obedecieron y fueron dejando todas las espinas, desde la cabeza a la aleta caudal, encima de la losa. Cuando la comida terminó, los indios quedaron a la expectativa sin decir una sola palabra.
El chamán, solemne pero con firmeza, expresó:
—Que cada cual tome una parte del nadador y lo entregue de nuevo a la aguas del río para que el espíritu Salmón, al cual no se ha inquietado ni destruido, se reencarne y regenere.
Los trozos descarnados de pez fueron cayendo poco a poco en las revueltas aguas del río. Fueron cayendo poco a poco al agua "para que el espíritu de Salmón se reencarne y regenere", capacitándolo "para que nadie dé vuelta a su aldea".
La tribu kwakiult era, como ya se ha dicho, muy culta. Sólo un pueblo que no pasa hambre y no carece de recursos humanos adquiere sin grandes dificultades cultura. Y la cultura trae el pensamiento y éste conlleva a la expresión más perfecta de cultivo espiritual.
Por eso el chamán de la aldea solía predicar dentro de los espacios escogidos donde tenían lugar los rituales caníbales o tseykas:
—La reencarnación y la transformación son los únicos medios que tenemos los hombres de esta tribu para alcanzar nuestro fin a través de los ciclos de vida, muerte y renovación.
Estas tiendas sacramentales estaban presididas por mayestáticos tótems en los que estaban esculpidas las máscaras más profundas y evocadoras de los hombres pájaros y los hombres bestias.
En la aldea kwakiult y dentro de la tienda ceremonial existía una gran cantidad de carantamaulas e ídolos gigantescos bajo cuyo patrocinio los indios de la tribu realizaban, dirigidos por el chamán y el jefe de la misma, los más secretos rituales de transformación y de canibalismo con los que los iniciados se purificaban placenteramente.
Existía en la aldea una sociedad secreta de kwakiult que se conocía con el nombre de Hamatsa. Su significado no era más que el de "caníbal". Con ello los hombres escogidos, los iniciados en esta secta, tenían que lograr, tras unos horrorosos, funestos y tenebrosos ritos, la reencarnación de sus propios cuerpos, comiendo y dejándose comer, tras lo cual salían reforzados espiritualmente, purificados y considerados dignos de reintegrarse de nuevo a su sociedad, pero portando con ellos un elevado estado espiritual.
—Porque dos cosas —decía el chamán en medio de las asambleas secretas— nos dan el sello de la superioridad a nuestra tribu kwakiult: la riqueza y la alta espiritualidad.
Hombre Rojo sabía, porque estuvo mucho tiempo experimentando con su espíritu y estudiando las leyes de su pueblo que...
—"El pensamiento espiritual de la región podría contemplarse como una búsqueda del entendimiento del poder, el poder que dirige el universo y la existencia humana..."
... por eso se había percatado el hombre de que todas las historias, canciones, rituales hacían constantemente referencia al orden y al caos del poder, a cómo se adquiere y a cómo y con qué facilidad se pierde, y a cómo camina el poder invariablemente junto a las vidas humanas para protegerlas.
Un día Hombre Rojo, cuando ya nadie recordaba que fuera el pescador del primer salmón, aunque con ello su prestigio se sobrevaloró y su conducta cultural se despegó del indio del pueblo llano; cuando se consideró ya en un estado lo suficientemente de coordinación espiritual y de preparación para el gran rito que se celebraba en el Hamatsa, fue en busca del jefe de la tribu, que ejercía de gran maestre de la secta secreta kwakiult, con el fin de explicarle sus propósitos.
Hombre Rojo halló al mandatario sumido en su meditación justo a la puerta de la gran tienda que poseía la secta secreta.
—Oh jefe, oh señor de la tribu y de los espacios espirituales. Te saludo con respeto y deseo conversar contigo —dijo.
—Muy importante debe ser el asunto que a mí te trae por la gravedad que observo en tu rostro y en el tono de tus palabras —repuso el jefe tras buscar en el temple y humanidad, en la actitud del indio, un cierto azoramiento y timidez.
—Lo es, respetado señor —dijo.
El jefe apremió al trémulo pedigüeño:
—Habla, pues —-y seguidamente preguntó—: ¿Qué es lo que te inquieta? ¿Qué es eso que te hace ser tan cauto y comedido?
—Es que ignoro si con ello rompo la quietud de tu espíritu, si con mi osadía infrinjo la mayor de las dádivas que tú guardas para los elegidos —repuso el balbuceante indio que deseaba el cultivo de su espíritu.
Él cacique, un poco harto de tanto rodeo y tanto misterio, ordenó severamente a su súbdito...
—...si algo tienes que decirme dilo y si no vete.
Hombre Rojo osó decir:
—Deseo entrar en el Hamatsa...
Calló rápido y observó el efecto que habían hecho sus palabras en el jefe de la aldea. Quizá esperaba el escándalo y el repudio. Pero no ocurrió así. Si no que se levantó del suelo donde se hallaba, volvió su rostro hacia el interior de la tienda y llamó a gritos:
—¡Chamán, hechicero, acude a mí!
Hombre Rojo mientras tanto ni respiraba.
—¿Qué quieres de mí? ¿A qué vienen esos gritos? —preguntó el aludido asomando su cabeza desde las penumbras desconocidas para la mayor parte de las gentes de la aldea kwakiult.
El jefe puso la mano en el hombro del indio y dirigiéndose al hechicero le dijo:
—¡Aquí le tienes, ya llegó el día! Él mismo lo solicita.
El asombro de Hombre Rojo no tenía límites. Estaba desconcertado. Ignoraba completamente de qué hablaba el cacique con el hechicero. Éste preguntó al entusiasmado jefe:
—¿De qué me hablas?
—De éste —y casi abrazó al indio.
El chamán le preguntó a Hombre Rojo:
—¿Qué es lo que quieres?
—Yo, yo... quería ver... si era posible...
El jefe de la aldea cortó sus palabras.
—¿Es que no lo sabes, anciano hechicero? Debes chochear ya con la vejez —y añadió como en una explosión—: ¡Que quiere, Hombre Rojo, entrar a formar parte de la Hamatsal ¿Es qué no te das cuenta?
El solicitante asintió tragando saliva. Y osó preguntar al chamán:
—¿Te parece prudente?
El jefe de la tribu tronó:
—¡Cuánto has tardado en solicitarlo!
—Quizá no estaba preparado.
El hechicero añadió:
—Te estábamos observando y por no invadir la intimidad de tus pensamientos y tus estudios no te lo ofrecimos. Pero ahora, si eso es lo que tú quieres, tanto el jefe de la aldea como yo con mucho gusto te admitiremos en la secta secreta como iniciado...
—...y tras llevar a cabo los ceremoniales de absterción y reencarnamiento...
—... los ritos de canibalismo que te han de purificar.
Hombre Rojo cayó en un verdadero ensueño. Había sido aceptado por el Hamatsa. Podría alcanzar ya un escaño más en la espiral de la perfección de su espíritu.
El chamán, sin rodeos, le dijo:
—Retírate de mi presencia.
—Cumple el rito con toda fidelidad —dijo el cacique. Y añadió con severidad—: Que cuando vuelvas a la aldea lo hagas a una vida mansa, sosegada y cultivada.
—Y que el estado de tu espíritu sea tan elevado que mire desde los cielos las cabelleras enaceitadas de los indios que se arrastran por la hierba.
Hombre Rojo preguntó:
—¿Qué he de hacer? ¿Cómo debo comportarme?
El chamán le explicó con cierta tendenciosidad:
—El iniciado debe comenzar la búsqueda de un espíritu...
Y siguió contándole el comportamiento a seguir. De esta guisa se hizo la noche sobre la aldea y los tres hombres conferenciaban en silencio y bajo la luz de la Luna en larga conversación. Al amanecer se disolvió la reunión y Hombre Rojo salió, sin despedirse de nadie, de la aldea y se introdujo en el frondoso y complicado bosque de cedros. Conforme se adentraba en él, el iniciado sentía más y más la soledad y, aunque algunas veces su espíritu languidecía y sus fuerzas se desvanecían, se daba ánimo diciendo:
—Que los colibríes acompañen mi camino, las orugas de los árboles y las procesionarias indiquen con sus colóres y con su viscosa liga la soledad de mis actos, que no de mis pensamientos, que son lo único que me acompañan.
Hombre Rojo ayunó durante varios días. Aunque el desfallecimiento de su cuerpo era grande, sus vísceras y sus espíritus interiores se purificaban. Nada comía y por ello todo en él se estaba limpiando. Arrojaba la suciedad que engendraba su cuerpo por los orificios naturales, los esfínteres, y no acumulaba nueva inmundicia.
—Hay que seguir —se dijo, arrastrando su cuerpo y muerto de inanición. Y con un esfuerzo mental se dijo con ahínco—: Hasta hallarlo.
Tras varias jornadas de caminar, de ayuno y de aislamiento, el iniciado llegó frente al hogar de Bakbakwalanooksiewey, el Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo.
Hombre Rojo, exhausto y al borde del paroxismo, se dejó caer en la entrada de la mansión y gritó por dos veces el nombre del devorador. Cuando el monstruo acudió a la llamada del iniciado éste se le ofreció en sacrificio cruento.
—¡Aquí estoy! Dispuesto a la purificación.
El monstruo dudó.
Él preguntó:
—¿Es qué no me esperabas?
Bakbakwalanooksiewey quedó sorprendido. Nadie le hablaba así. Todos huían de él.
—¿Qué quieres?
—La abstención.
El Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo, que tenía siempre un hambre insaciable de carne humana, aunque no comprendía al recién llegado, se abalanzó sobre Hombre Rojo y lo devoró.
En el vientre de este monstruo "la identidad cultural del iniciado es digerida".
El malestar que le ocasionó la digestión de Hombre Rojo provocó que el Gran Caníbal del Extremo Norte del Mundo bramara de dolor y gritase:
—¿Quién eres? ¿Qué me has hecho?
El iniciado en su interior -—su espíritu porque su carne había sido asimilada por los jugos gástricos del monstruo— bailoteaba entre las estancias internas tratando de provocarle las más irresistibles bascas y angustias.
El espíritu de Hombre Rojo pugnaba por salir.
Al fin el monstruo no pudo resistir más y vomitó con todo el estruendo que hace un endriago mítico el espíritu humano del iniciado.
Ya en el exterior, Hombre Rojo se halló desvalido. Cualquier fenómeno natural, cualquier hormiga obrera, cualquier insecto volador podía servirse de él como pasto de su furia o su indiferencia.
"El iniciado, despojado de sus atributos culturales, está desnudo, no tiene capacidad de hablar o cantar; anda a gatas y tiene hambre de carne humana; es el protegido del Devorador de Hombres. "
Por fin Hombre Rojo es capturado por el Hamatsa y regresa a la tienda de las ceremonias. Allí debe continuar su transformación.
En medio de la tienda existe una gran hoguera. Sólo escucha voces que le gritan:
—¡Baila, baila, baila!
Pero no ve a nadie.
—¡Baila, baila, baila!
Él se dice, o sólo lo piensa, o busca alrededor.
—¿Estoy solo aquí frente a la hoguera o todo es una ensoñación?
Alguien, quizá un pájaro que se escapó de uno de los tótems, le pintó el rostro de oscuro y le empujó a la hoguera para que bailara.
—Estás desnudo —le dicen.
Él se miró y, con extrañeza, se percató de ello.
—Cúbrete, antes de bailar, con estas hojas.
Son hojas verdes y grandes.
—Son de cicuta.
Hombre Rojo comenzó a bailar alrededor del fuego. Sus manos extendidas estaban temblorosas.
—¿Estoy en medio de un éxtasis? —se preguntó.
Siguió bailando.
De repente se notó rodeado de gente sin rostro, de hombres muertos que yacían sobre el suelo, en las tinieblas. Todos le acosaban.
—¡Baila, baila, baila!
El iniciado siguió la ceremonia. Bailaba, bailaba, bailaba y a veces arremetía con saña y furor contra la gente y los mordía. Otras veces se arrojaba sobre los cadáveres y los devoraba.
—Toma, póntelo —le dice el chamán.
Y le entregó un vestido hecho con tiras de madera de cedro.
Él se preguntó:
—¿Era el hechicero de la aldea o toda una quimera?
Pero tomó el traje y se vistió con él. En ese momento se transformó en una gran pájaro, uno de los habitantes de la casa de Bakbakwalanooksiewey.
—Soy el Cuervo Devorador de Hombres —se dijo.
Por eso los había atacado. Había comido carne humana.
La pesadilla continuaba dentro de su purificación.
Bajo la luz del fuego su figura resultaba estrafalaria, aterradora, amenazaba...
... pero nada ocurrió. Sintió cómo su cabeza se rompía, estallaba y, mientras él se la agarraba con ambas manos, alguien gritábale hechizado:
—Sigue tu transformación...
Otro con la voz del jefe de la tribu expresó lleno de admiración:
—Es el Pico Curvo del Cielo...
—Galokwudzuwis...
Algunos del gentío que sufrían las furias de Hombre Rojo gritaron:
—Huyamos de aquí.
—Con el Pico Curvo del Cielo nos va atacar...
—¡Corramos!
—El Galokkwudzuwis, con su gran pico, nos abrirá el cráneo y se comerá nuestros cerebros.
Los hombres se escondían en las tinieblas, en las sombras de la tienda ceremonial, detrás de los tótems.
Hombre Rojo veía los aspavientos de terror y las bocas abiertas por donde debían salir sus gritos, pero no los escuchaba.
El iniciado, atormentado, se preguntó de nuevo:
—¿Es otro éxtasis?
Se lanzó en pos de los cerebros de los humanos que le rodearon curiosos y que ahora huían de él.
El chamán gritó:
—La nueva transformación.
—Su reencarnación.
—¿Y ahora dónde? —preguntó.
El otro le contestó:
—El rito lo llevará hasta el Hokhokw.
—Es el Pájaro Caníbal.
—El que aplasta el cráneo de los hombres.
—¡Huyamos!
El chamán gritó:
—¡No! Es el momento de la elevación espiritual de Hombre Rojo.
Ambos quedaron a la expectativa.
Cuatro grandes pájaros sobrenaturales, emergidos seguramente de los tótems sagrados que lo regían todo dentro de aquel recinto, rodearon la hoguera. El iniciado quedó perplejo, se calmaba, los observaba.
—¿Quiénes sois que tanta paz me dais?
Hombre Rojo fue a cogerlos y ellos paulatinamente se desvanecieron entre el humo de la hoguera que aún ardía.
El iniciado bailaba ahora sin frenesí, con calma alrededor de la pira sacra.
Todo ha acabado. La paz reinaba de nuevo en la tienda ceremonial. Sus dos padrinos —el chamán y el cacique de la tribu— se acercaron a él. Ninguno hablaba. Hombre Rojo se sintió flotar en un nuevo estadio de su vida. Era un hombre nuevo. El ritual le había ayudado a asegurar que el poder —riqueza y alta espiritualidad— se hiciera visible en él y que no lo pudiera olvidar. Entre estas sensaciones escuchó la voz del chamán, que le decía:
—La síntesis del poder entre los reinos naturales y sobrenaturales es así efectuada y hecho viable para los espíritus humanos que, buscando y soñando, recorren el universo. Uno de ésos eres tú.
(Leyenda o rito kwakiult)