Un agricultor contrajo una enfermedad en los ojos y decidió ir al médico. No obstante, el precio de la consulta le pareció muy alto y resolvió ir al veterinario que, meses antes, le había cobrado una pequeña cantidad por curar a su burro.
El veterinario le aplicó en los ojos el mismo emplasto que utilizaba con las caballerías y aquel hombre quedó ciego. Maldiciendo su suerte, el agricultor presentó su caso ante el juez reclamando justicia.
-Señoría, este hombre me ha dejado ciego.
Utilizó conmigo una medicina ponzoñosa que en vez de curarme me ha perjudicado aún más.
-Pero este hombre es un veterinario, ¿por qué no acudió a un médico como es lo razonable? -preguntóel juez.
-Soy un hombre pobre y no podía permitirme pagar los honorarios del médico, pero ese veterinario debía haberme advertido que su emplasto para caballerías me iba a dejar ciego -argumentó el agricultor.
-Señor -dijo el veterinario, que hasta ese momento había permanecido en silencio-, yo siempre trato el mal de ojos de las caballerías del mismo modo y siempre con excelentes resultados, ¿por qué a este asno iba a recetarle algo distinto?
-¡Pero yo no soy un asno! -protestó el agricultor.
-No es cierto, señor juez; si en vez de un asno fuese un hombre, hubiese ido al médico y no al veterinario, y mejor le hubiese ido si primero se hubiera preocupado por su salud antes que por su bolsa.
El juez absolvió al veterinario.