Un hombre que había alcanzado la conquista de poderes sobrenaturales, pero que carecía de percepción de lo real, realizaba un viaje en barco cuando se desencadenó una fuerte tormenta.
El experimentado capitán comunicó al pasaje que no era la primera vez que él y su tripulación afrontaban una situación de ese tipo y que siempre habían salido airosos. Por ello dio las órdenes oportunas, y los marineros llevaron a cabo las tareas precisas destinadas a preparar la nave para la tormenta.
Sin embargo, el hombre de los poderes excepcionales no confió ni en la experiencia del capitán ni de la pericia de la tripulación. Por ese motivo, recurrió a las artes mágicas, e invocando a los genios adecuados, ordenó:
-¡Que inmediatamente cese la tormenta!
Lo que sucedió en el acto, para sorpresa de todos.
Pero ocurrió que el barco había sido preparado para soportar las olas y los fuertes vientos, por lo que la repentina calma provocó que la nave se escorara primero, se inundara después y por fin se hundiese, llevando a la muerte a todos los miembros de la tripulación y el pasaje, incluido al estúpido hombre de los poderes prodigiosos, que lógicamente tuvo que dar cuenta a Dios, de aquellas horrendas muertes provocadas por su ignorancia.