Cuentan que el abad de un templo era considerado por todos como un hombre piadoso, justo y erudito. A él se dirigían todos para buscar su ayuda y consejo en los más variados temas, tanto de índole espiritual, como filosófico o social.
A ello dedicaba su vida el abad, atendiendo todo el tiempo a cuestiones de cualquier naturaleza.
Un día, una mujer del lugar que había perdido un hijo se encaminó al templo para cumplir con los ritos funerarios. Cuando encontró al abad, le preguntó:
-Señor, decidme por compasión. ¿Adónde ha ido mi hijo?
En ese momento, el viejo abad se dio cuenta de
que no podía responder sinceramente a la mujer sin apelar a cualquier respuesta convencional.
Se dijo a sí mismo:
“Yo creía haber alcanzado el grado de sabiduría y no sé responder a la pregunta esencial, ¿de qué me sirve ser abad de este templo?”.
Dicen que entonces dejó el templo y marchó en busca del verdadero conocimiento.