Murió mi gallina blanca
—la pigmea—
la de plumas de algodón
y piquito de azalea.
¿Será cierto que hay un cielo
para aves?
¿Cómo lo podrá alcanzar
si el camino no lo sabe?
¿Habrá quizá un ángel gallo
que la oriente,
a mi gallinita ciega,
pequeña bella durmiente?
Quiso irse en primavera,
pobrecita...
Era ella tan romántica,
sentimental y bonita
que tristes gallos juglares
—de madrugada—
cantan un kikirikí
con las crestas enlutadas.