El pobre abanico
quedó en el baúl,
junto al miriñaque
y la cofia de tul.
En traje de seda
con flores de azahar
—pintadas a mano—
ya no va a pasear.
Nadie lo recuerda...
Todos tienen prisa...
Ninguno le pide
su baile de brisa.
La gente prefiere,
al ventilador
o a su rico nieto,
acondicionador.
Por eso, en las noches
tibias como mantas,
busco al abanico
y le digo: —¡Me encantas!
Y él, regalando
su frágil aliento,
vuelve a ser —dichoso—
danzarín del viento.