Allá, en tiempo de entonces
y en tierras muy remotas,
cuando hablaban los brutos
su cierta jerigonza,
notó el sabio elefante
que entre ellos era moda
incurrir en abusos
dignos de gran reforma.
Afeárselos quiere
y a este fin los convoca.
Hace una reverencia
a todos con la trompa
y empieza a persuadirlos
en una arenga docta
que para aquel intento
estudió de memoria.
Abominando estuvo,
por más de un cuarto de hora,
mil ridículas faltas,
mil costumbres viciosas:
la nociva pereza,
la afectada bambolla,
la arrogante ignorancia,
la envidia maliciosa.
Gustosos en extremo
y abriendo tanta boca,
sus consejos oían
muchos de aquella tropa:
el cordero inocente,
la siempre fiel paloma,
el leal perdiguero,
la abeja artificiosa,
el caballo obediente,
la hormiga afanadora,
el hábil jilguerillo,
la simple mariposa.
Pero del auditorio
otra porción no corta,
ofendida, no pudo
sufrir tanta parola.
El tigre, el rapaz lobo
contra el censor se enojan.
¡Qué de injurias vomita
la sierpe venenosa!
Murmuran por lo bajo,
zumbando en voces roncas,
el zángano, la avispa,
el tábano y la mosca.
Sálense del concurso,
por no escuchar sus glorias,
el cigarrón dañino,
la oruga y la langosta.
La garduña se encoge,
disimula la zorra,
y el insolente mono
hace de todo mofa.
Estaba el elefante
viéndolo con pachorra,
y su razonamiento
concluyó en esta forma:
«A todos y a ninguno
mis advertencias tocan:
quien las siente, se culpa;
el que no, que las oiga».
Quien mis fábulas lea,
sepa también que todas
hablan a mil naciones,
no sólo a la española.
Ni de estos tiempos hablan,
porque defectos notan
que hubo en el mundo siempre,
como los hay ahora.
Y, pues no vituperan
señaladas personas,
quien haga aplicaciones,
con su pan se lo coma.
Lección / Moraleja:
Ningún particular debe ofenderse de lo que se dice en común