Nadie tiene los ojos exentos de la tentación de la hermosura, ni libres las manos de la del oro: pocos son los que guardan un tesoro con bastante fidelidad.
Llevaba un perro a casa la comida del amo, colgada al cuello. Era sobrio y frugal, más de lo que hubiese querido cuando veía una buena tajada; pero, al fin y al cabo lo era. ¿No estamos todos sujetos a esas debilidades? ¡Extraña contradicción! La frugalidad, que enseñamos a los perros, no la pueden aprender los hombres.
Quedamos, pues, en que aquel perro era de condición. El caso fue que pasó un mastín, y probó a quitarle los manjares. No lo consiguió tan fácilmente como creía: nuestro perro dejó en tierra la presa para defenderla mejor, libre de la carga, y comenzó la batalla. Acudieron otros perros, entre ellos algunos de esos que viven sobre el país y hacen poco caso de los golpes. No podía contra todos el pobre can, y viendo la pitanza en inminente riesgo, quiso obtener su parte, como era de razón.
"¡Basta de pelea! Les dijo: no quiero más que mi ración; para vosotros lo demás." Y así diciendo, hinca el diente, antes que nadie. Y cada cual tira por su parte, a quien mejor: y todos participaron de la merienda.
Veo en este caso el vivo ejemplo de una ciudad cuya hacienda está a merced de todos. Regidores, síndicos y alcabaleros, meten la mano hasta el codo. El más listo abre el ojo a los demás, y en un periquete quedan limpias las arcas. Si algún escrupuloso quiere defender el público caudal con frívolas razones, le hacen ver que es un solemne bobo. No le cuesta mucho convencerse, y al punto le veis meter la uña como el primero.
Lección / Moraleja:
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