A un novillo, que rehusaba las cadenas y no quería doblegar su feroz cuello al mordisco del yugo, un campesino le cortó con su curvada hoz los cuernos, creyendo que así había domado la furia del animal, y, con cautela, unció a su cabeza un enorme arado —pues el novillo era demasiado dado a emplear los cuernos y las patas—, para que el largo timón —es evidente— le impidiera dar trompadas y no pudiera tampoco cocear fácilmente con sus duras pezuñas.
Pero, después de quitarse las ataduras de su airado cuello y fatigar con sus desocupados cascos el suelo inocente, al momento esparce la arena expulsada de sus patas y la dirige fieramente contra el rostro del amo que va detrás. Agitando entonces sus cabellos manchados de sucio polvo, dice el hombre, vencido, desde lo hondo de su corazón:
«Sin duda, me faltaba el ejemplo de una naturaleza perversa capaz de volverse dañina deliberadamente».
Lección / Moraleja:
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